El 25 de enero la Iglesia celebra la conversión del apóstol Pablo, sorprendido por Cristo camino a Damasco. Alcanzado por una gracia divina se encuentra con Jesucristo resucitado que lo había elegido “antes de la fundación del mundo, para ser santo e inmaculado en su presencia, en el amor” (Ef 1,4).
Así como Pablo, todos somos llamados a la santidad. El Señor viene a nuestro encuentro. Como lo afirmara el papa Benedicto XVI “el cristianismo es el encuentro con Cristo Resucitado y es Él quien toma la iniciativa, quien nos “primerea” con su amor, según la expresión del papa Francisco, para que seamos sus testigos hasta los confines del mundo.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles, capítulo 9 san Lucas narra la Conversión de San Pablo: «Saulo, respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote y le pidió cartas de recomendación para las sinagogas de los judíos de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores de Cristo, los pudiera llevar presos y encadenados a Jerusalén.
Y sucedió que yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo; cayó en tierra y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿Por qué me persigues?». El respondió: ¿Quién eres tú Señor? Y oyó que le decían: «Yo soy Jesús a quien tú persigues. Pero ahora levántate; entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que tendrás que hacer».
Los hombres que iban con él se habían detenido mudos de espanto, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, y aunque tenía los ojos abiertos no veía nada. Lo llevaron de la mano y lo hicieron entrar en Damasco. Pasó tres días sin comer y sin beber.
Había en Damasco un discípulo llamado Ananías. El Señor le dijo en una visión: ¡Ananías! El respondió: «Aquí estoy Señor» y el Señor le dijo: «Levántate. Vete a la calle Recta y pregunta en la casa de Judas por uno de Tarso que se llama Saulo; mira: él está en oración y está viendo que un hombre llamado Ananías entra y le coloca las manos sobre la cabeza y le devuelve la vista.
Respondió Ananías y dijo: «Señor, he oído a muchos hablar de ese hombre y de los males que ha causado a tus seguidores en Jerusalén, y que ha venido aquí con poderes de los Sumos Sacerdotes para llevar presos a todos los que creen en tu nombre».
El Señor le respondió: «Vete, pues a éste lo he elegido como un instrumento para que lleve mi nombre ante los que no conocen la verdadera religión y ante los gobernantes y ante los hijos de Israel. Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre».
Fue Ananías. Entró en la casa. Le colocó sus manos sobre la cabeza y le dijo: «Hermano Saulo: me ha enviado a ti el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías. Y me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo». Al instante se le cayeron de los ojos unas como escamas y recobró la vista. Se levantó y fue bautizado. Tomó alimento y recobró las fuerzas.
Como a Pablo, el Señor siempre nos envía a un “Ananías”, un instrumento de sus designios para atraernos hacia Él. Pidamos a Jesús que podamos reconocer su presencia resucitada en su Iglesia, a través de nuestros hermanos y podamos ser dóciles a su gracia para vivir siempre, como pedía Jesús al beato Alberione, “en continua conversión”.